Los dos años que prácticamente han transcurrido desde que se inició la crisis de deuda soberana se han caracterizado por episodios recurrentes de tensiones financieras, con subidas de las primas de riesgo, creación de fondos de rescates, y problemas de liquidez en muchos de los sistemas bancarios europeos.
Este conjunto de fenómenos no son más que los síntomas de los males más profundos que aquejan a la eurozona. Desde su concepción, era bien sabido que los países que formaban la UEM no constituían una zona monetaria óptima y que el edificio institucional del que se dotó al euro sería, a la larga, insuficiente.
Un diseño óptimo, se argumentaba, exigía contar, por un lado con una elevada movilidad del factor trabajo y, por otro, con cierto grado de integración fiscal y disciplina presupuestaria centralizada, al objeto de que los desequilibrios de los sectores públicos en algunos de los países miembros (tal vez ocasionados por shocks que castigan desproporcionalmente a algún país miembro) no pusieran en cuestión la solidez de la moneda compartida por todos.
Junto a esta insuficiencia inicial, debiera con-signarse la importancia de otro aspecto de la UEM al que en su momento no se concedió gran importancia, pero que en último término va a resultar mucho más determinante. Además de los desequilibrios generados por los sectores públicos de los países miembros, se podían generar enormes desequilibrios privados, provocados por la facilidad de financiación que la propia unificación monetaria había hecho posible.
Ciertamente, los flujos de capital hacia los países con mayor potencial de crecimiento podían redundar en un periodo de convergencia y acercamiento de los niveles de renta per cápita. Sin embargo, no era me-nos verdad que dichos flujos también podían dar origen a espirales de gasto corriente e inversión improductiva, que es lo que ha ocurrido en gran medida a lo largo de la primera década de existencia de la moneda única.
En definitiva, el entramado institucional de la unión monetaria que dio lugar al nacimiento del euro no disponía de suficientes mecanismos, ni para evitar el descontrol de las cuentas públicas de sus países miembros, ni para reconducir la situación una vez los desequilibrios ya se habían producido.
De manera similar, la unión monetaria facilitaba la financiación de los déficits por cuenta corriente de los países miembros, hasta extremos que no se habían experimentado ante-s, pero no proporcionaba indicadores de alerta de en qué medida esos déficits comportaban un endeudamiento excesivo, ni de cómo se podía revertir la situación cuando ya se había generado un enorme desequilibrio.