Cada año, el Institute for Management Development (IMD), de Lausana (Suiza), elabora el estudio The world competiveness yearbook, considerado ya el estudio de referencia sobre las capacidades de los Estados para sostener la creación de riqueza dentro de sus fronteras. En la edición de 1998, el estudio definía 250 criterios de medida, organizados en 8 grandes factores (economía nacional, internacionalización, gobierno, finanzas, infraestructura, empresas, ciencia y tecnología, ciudadanos); estos criterios son las variables utilizadas para clasificar comparativamente a los países, y “consolidan” los aspectos medibles objetivamente (por ejemplo, el crecimiento del PIB) con los medibles más subjetivamente (como, por ejemplo, el sistema de valores de los ciudadanos).
El resultado de la organización de esa cantidad ingente de datos es doble: por un lado, para cada Estado se muestran sus activos y pasivos en términos de competitividad, es decir, en cuáles de los criterios tiene una valoración que le permite estar en las posiciones superiores del ranking de países, y en cuáles está en las posiciones inferiores; por otro, para cada criterio se muestra el ranking de países por orden descendente de valoración.
De los datos de la edición de 1998 se desprendía que España, por ejemplo, estaba en buena posición en cuanto a escolarización de su población, preparación de su población laboral o valor de su sistema educativo en general, pero debía mejorar en la formación en las empresas, los valores de la sociedad, en analfabetismo general y en analfabetismo económico (capacidad para entender la prensa económica, por ejemplo).
Pero lo más interesante que se desprende del estudio consiste en la derivación de las cuatro grandes “fuerzas” que determinan el comportamiento competitivo o no de los Estados12. Las cuatro fuerzas identificadas no son resultados de políticas concretas, sino que “son frecuentemente el resultado de la tradición, historia o sistema de valores [que] están tan firmemente enraizadas en el modus operandi de un país que, en la mayoría de ocasiones, no están ni escritas en ninguna parte ni siquiera definidas”
Cada una de las cuatro fuerzas se describen en términos de la tensión entre dos extremos. Así, las fuerzas corresponderían a los “dipolos”14 proximidad-globalidad, atractividad-agresividad, activos-procesos, y riesgo-individual-cohesión-social.
El dipolo proximidad-globalidad significa que los países, o bien tienen una economía volcada hacia el interior de sí mismos (por ejemplo, servicios como los sanitarios o educativos, administración, servicio al consumidor), o bien la tienen orientada hacia el exterior. Hay países con una economía claramente exportadora, mientras que otros basan su crecimiento en el mercado interior. En promedio, se puede decir que en Europa Occidental las 2/3 partes del PIB es generado por la “economía de la proximidad” (mercado interno) mientras que el resto se debe a la “economía de la globalidad”. Cuanto menor es un país, más dependiente es de su economía de la globalidad, mientras que países grandes, como los Estados Unidos, dependen fundamentalmente de su mercado interno.
El dipolo atractividad-agresividad indica hasta qué punto un país basa su economía en atraer inversiones exteriores o en invertir en otros países. Países como Irlanda han basado su considerable crecimiento reciente en una clara política de incentivación de la inversión extranjera mientras que Corea ha apostado por la expansión a través de inversiones. La atractividad genera normalmente puestos de trabajo en el país en cuestión, mientras que la agresividad genera beneficios para las empresas que invierten en otros países. El motor de una política de atractividad es normalmente el gobierno, mientras que el papel principal en la de agresividad es de las empresas.
El dipolo activos-procesos indica que algunos países deben su riqueza a los recursos de que disponen (tierra, gente, recursos naturales) mientras que otros la basan en su capacidad de llevar adelante procesos transformadores. Así, por ejemplo, Brasil o la India son países de activos, mientras que Suiza o Singapur, con pocos recursos naturales, se han tenido que centrar en procesos. Por lo general, parece que consiguen mejores posiciones en los rankings los países centrados en procesos que los centrados en puros recursos. Lo cual no debe resultar extraño a la vista de lo que se ha dicho hasta ahora: en una sociedad del conocimiento, lo que cuenta es la receta, no la olla.
Finalmente, en el dipolo riesgo-individual-cohesión-social se indica que los países pueden estimular el riesgo, el espíritu de empresa, la liberalización de la economía, la privatización, etc., o bien pueden limitar lo anterior en vistas al beneficio de la colectividad, a la consecución de mayores metas sociales, a través, por ejemplo, del mantenimiento de un estado del bienestar Se diría, por ejemplo, que el modelo anglosajón está más en la línea liberal, de máxima estimulación del riesgo individual a la luz de la maximización del beneficio, mientras que la Europa continental apostaría más por el mantenimiento de una sociedad más equitativa, más igualitaria. Por ahora, parece que el modelo anglosajón es el que está adquiriendo más seguidores
Estamos, por tanto, ante un nuevo marco para entender el éxito de las naciones. Un marco en el que, implícitamente, vemos que hay nuevas formas de política industrial y económica, con nuevos sistemas de valores, como el fomento de la innovación, del carácter emprendedor, de lo global frente a lo particular. Un marco que implicará también, entre otras cosas, importantes cambios en el sistema educativo. En otras palabras, empezamos a entender que la clave de la competitividad está en una correcta orientación del capital humano, y del capital intelectual, en la dirección de esos cuatro componentes principales que hemos citado. Por tanto, no sería extraño que en un futuro próximo, la estrategia educativa se diseñara a partir de mapas de competitividad como los que propone el IMD en su estudio anual