El rasgo principal de la crisis de la zona euro es el elevadísimo nivel de deuda exterior, pública y privada, que se ha generado en varios de sus países miembros a lo largo de los últimos doce años.
El endeudamiento internacional de países como Grecia, Portugal o España, que supone en términos de posición inversora exterior neta cifras negativas superiores al 90% del PIB, es el resultado de la conjunción de dos mecanismos que han operado con enorme vigor en el seno de la unión económica y monetaria (UEM) a lo largo de estos años.

El primero es el flujo de capitales en el seno de la unión monetaria. Este flujo era de esperar y, de hecho, a priori constituía uno de los principales beneficios que la unión debía proporcionar a sus países miembros. Al desaparecer el riesgo de tipo de cambio, la expectativa era que los países económicamente más avanzados de la UEM, con exceso de ahorro, lo invertirían en los países con menor grado de desarrollo, en los cuáles las oportunidades de inversión – y por tanto el previsible retorno del ahorro -, eran superiores.
La previsión de flujos centro-periferia se cumplió, y con creces. A ello contribuyó el segundo mecanismo clave: un entorno internacional de tipos de interés excepcionalmente bajos, a causa de una política monetaria muy expansiva. La búsqueda de rentabilidad de los inversores aumentó la magnitud de los flujos hacia la periferia, aunque con escasa atención, en muchas ocasiones, a la calidad de las inversiones, tanto en el sector público como en el privado.
Los países periféricos gozaron de unas condiciones de financiación insólitas, lo que conllevó tanto la promoción de inversiones erróneas (especialmente en infraestructuras públicas y en el sector de la construcción) como el aumento excesivo del gasto corriente. En este gasto excesivo incurrieron muchos ciudadanos, que tal vez creyeron que los aumentos de renta disponible eran permanentes, pero también las administraciones públicas, que expandieron programas de bienestar social de elevados réditos políticos a corto plazo, pero con costes económicos recurrentes.

Además, la generación de estos crecientes desequilibrios se agudizó por el enquistamiento de los diferenciales de inflación en el seno de la UEM. Tras cumplir puntualmente los requisitos de Maastricht, los países periféricos no fueron capaces de eliminar de manera sostenida los diferenciales excesivos de inflación respecto a los países centrales de la UEM.
Estos diferenciales persistentes fueron el resultado tanto de la presión de la demanda in-terna en la periferia como de la ausencia de reformas institucionales en profundidad, que ajustasen los procesos de formación de precios y salarios al nuevo contexto de la moneda única.
Es debatible cuál de las dos fuerzas tuvo mayor importancia pero la consecuencia, en cualquier caso, fue que el exceso de dinero y crédito generó, no sólo tipos nominales bajos, sino también tipos reales claramente negativos, impulsando de este modo el endeuda-miento a cotas excepcionales.
Por lo que respecta al sector público, las condiciones de financiación fueron también muy holgadas y constituyen un claro ejemplo de fallo de mercado, en la medida en que la deuda emitida por las administraciones periféricas de la UEM fue percibida por los mercados financieros como prácticamente equivalente a la de los países centrales. Consecuencia ilustrativa: en 2005, por ejemplo. la rentabilidad del bono griego a diez años llegó a cotizar prácticamente a la par con el bono alemán. 

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