Los mecanismos, establecidos en los Tratados de la Unión Europea, que debían impedir estos excesos de gasto público, claramente no funcionaron como debían. Las reglas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento no fueron aplicadas de manera rigurosa, la información sobre la contabilidad pública de algunos de los países miembros no fue veraz (sin que las autoridades comunitarias dispusieran de autoridad para comprobarlo), e incluso aquellos países, como España, que tuvieron un superávit presupuestario, no lo priorizaron lo suficiente, al objeto de que cumpliera su papel contracíclico de compensar la excepcional expansión de la demanda interna privada.
A la persistencia de déficits públicos estructurales en muchos países de la unión, en especial en la periferia, se unió el impacto excepcional de la gran contracción de 2009, ocasionada por la crisis financiera internacional que se inicia el verano del 2007 en los Estados Unidos de América. La debacle financiera de 2007-2009 ocasiona un colapso de la actividad económica que muchos gobiernos occidentales tratan de mitigar mediante políticas fiscales expansivas, más o menos coordinadas bajo los auspicios del G-20 y el FMI.

Esas actuaciones probablemente impiden que la caída de la actividad sea aún más acusada en 2009 y 2010, pero conducen a un elevadísimo déficit cíclico. Asimismo, en algunos países, como Irlanda o el Reino Unido, la intervención pública para evitar la bancarrota del sector financiero es otro factor que expande el gasto público. Todo ello, en definitiva, supone que a los desequilibrios de endeudamiento internacional del sector privado, debe añadirse gradualmente un endeudamiento público que no deja de elevarse.
Como es habitual, gran parte de este endeudamiento público está en manos de residentes de los países afectados, y por tanto, en principio, como en el caso español, no debiera ser motivo de especial preocupación mientras las cifras de deuda pública total se mantengan en niveles razonables. Sin embargo, no es esto de lo que se trata en la crisis de la Eurozona por una razón muy sencilla y a la vez trascendental.
Dicho endeudamiento está denomina-do en una moneda sobre la cual las autoridades emisoras de deuda no tienen ningún con-trol. En otras palabras, los tesoros nacionales no cuentan con un prestamista de última instancia que ayude a evitar una crisis de liquidez.

La importancia de lo que acaba de señalarse queda de manifiesto si tenemos en cuenta que la Eurozona no tiene, a nivel agregado, un volumen elevado de déficit y deuda pública. De hecho, su posición es sustancialmente mejor que la de zonas monetarias como los Estados Unidos o el Reino Unido. La crisis de la eurozona surge por los desequilibrios de deuda pública de áreas de la UEM que son comparativamente pequeñas.
Por ello, si la existencia de esas deudas periféricas llega a cuestionar la viabilidad del conjunto de la UEM, no será por el valor absoluto de esos niveles de endeudamiento, ni por el peso relativo que tengan en relación a las economías en cuestión, sino por el hecho de que dichas economías deben enfrentarse a esos niveles de deuda sin disponer de los mecanismos de ajuste que sí tienen países como Estados Unidos o el Reino Unido: es decir, la devaluación de la moneda, o lo que es muy parecido la generación de elevados niveles de inflación a través en última instancia de la emisión de moneda.
Esta última reflexión nos conduce, de manera lógica, a centrar la discusión, no tanto en las causas inmediatas que nos han conducido a la situación de crisis, cuanto en el análisis de sus razones últimas.

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