Este punto merece ser iniciado mediante una anécdota. Hace un tiempo tuve la ocasión de impartir un curso en Toledo. Y, como es lógico, dediqué una tarde a visitar la ciudad. Para hacerlo, fui tan inocente que pedí un mapa de la misma en la recepción del hotel en el que estaba.
El mapa era el típico mapa turístico de una ciudad. Unos cuatro colores básicos para representar los bloques de edificios, las calles, las plazas, los monumentos, etc. Ninguna indicación de dónde estaba el norte, ninguna indicación relevante de cuáles eran los puntos principales de la ciudad, o sea, los puntos de referencia. En fin, como cualquier mapa de esos que te dan en los hoteles de cualquier ciudad del mundo.

Pero lo que más me hizo pensar fue la siguiente paradoja: curiosamente, las calles que el mapa destacaba como principales no disponían “en la realidad” de carteles con su nombre (como si ya fuera evidente, por su importancia, qué calles eran), mientras que las calles que sí que disponían de un cartel con su nombre no aparecían en absoluto en el mapa. Era como si alguien hubiera decidido que era incompatible que una calle tuviera al mismo tiempo un rótulo real y su nombre marcado en el mapa: si estaba marcada en el mapa con su nombre no tenía por qué tener un rótulo en el mundo físico.
La consecuencia de todo esto fue que el mapa no me sirvió de nada. De hecho, éramos cinco personas “normales”, con algo de formación, por qué negarlo, y ninguno pudo interpretar correctamente el mapa. Como sistema de navegación, el mapa era un desastre. Por lo que, para orientarnos por la ciudad tuvimos que recorrer a un sistema más eficaz: preguntar a la gente.
Esto nos lleva a la siguiente reflexión. Durante demasiado tiempo, hemos puesto la carga de la comprensión de un proceso comunicativo en el receptor. En otras palabras, quien emite un mensaje lo emite pensando que el receptor ya hará el esfuerzo necesario para decodificarlo y metabolizarlo. Quién debe hacer el esfuerzo para comprender es el que recibe el mensaje. En el caso del mapa, quien lo ha elaborado no ha pensado mucho en las necesidades de navegación del usuario del mismo. La “carga de la comprensión” es de quien recibe el mensaje.
En una era en la que la atención es el recurso escaso, quien siga pensando de esta forma está condenado al fracaso. Quien emite un mensaje debe pensar, en el mismo momento de la confección del mismo, en cómo construirlo para qué sea fácil de entender por el receptor. En otras palabras, en la era del exceso de información (infoxicación), la carga de la comprensión se debe desplazar hacia el lado del emisor.
Es por ello que no es extraño que aparezcan movimientos como el denominado “easy-toread »18, que tiene por objetivo proponer formas de confección de materiales informativos (periódicos, mapas, manuales, etc.) que sean más fáciles de entender por la gente. Se entiende, pues, que la visualización de la información sea una de las disciplinas informacionales con más futuro, o que se investigue sobre sistemas de información basados en la idea de la conversación (dónde el emisor va tejiendo su mensaje en tiempo real de acuerdo con el feed-back que recibe de sus receptores).
Vamos, en efecto, hacia una revolución en la comprensibilidad de la información. El reto es hacer cada vez más fácil de entender información progresivamente más compleja. Aun más, vamos en la dirección de instrumentos que nos ayuden en esa comprensión. Por ejemplo, es ya
imaginable que algún día llevaremos una especie de gafas que nos recordarán quién es aquella persona que tenemos delante (algo utilísimo para quien, como yo, padece del defecto de olvidar fácilmente los nombres de las muchas personas que conoce).
Sin embargo, esta facilitación de la comprensión también conlleva algunos inconvenientes. Quizás el más importante sea la generación de más “dumbing down” (que podríamos traducir por atontamiento funcional). La idea es que cuando se simplifica excesivamente la comprensión o el razonamiento por parte del receptor de un mensaje (o sea, cuando se le considera más tonto de lo que es), se le va acostumbrando a no pensar en absoluto cuando recibe un input. De manera que cuando recibe un input que no se corresponde con lo que estaba esperando, o sea, con lo que estaba acostumbrado a recibir, no sabe cómo comportarse (piénsese, por ejemplo, en lo que ocurre cuando pides en una hamburguesería “industrial”, de esas de las multinacionales que todos conocemos, algo que no está pre-programado: el camarero no sabe qué hacer. Diríamos, en lenguaje de otros tiempos, que tal opción “no se contempla”.
En fin, que se abre todo un nuevo campo, el del “negocio de la comprensión” (the business of understanding) como lo denominó el pionero en este campo Saul Wurman, y que quizás acabaremos denominando el “negocio del significado”.

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